domingo, 23 de marzo de 2008

Amores imposibles: Isabel Carrión

El gato correteó juguetón entre sus piernas desnudas, bajo la suave luminosidad del amanecer, que se filtraba tras las cortinas de seda de la ventana. Ella seguía dormida, tendida desnuda en la cama, tras una noche de pasión. Yo observaba sentada en una silla a los pies de su cama y aquel momento, me inspiró para hacer un retrato de la escena, dibujé sus cabellos de oro rizado, extendiéndose por la almohada, su dulce rostro que expresaba paz, su delicado y grácil cuello, los prominentes pechos que se elevaban al son de su respiración, resbaló mi mirada por su abdomen, hasta llegar al punto exacto ente sus esbeltas piernas, entre las que el gato se había acurrucado, quedándose plácidamente dormido.

Al fin cuando mi dibujo estaba casi terminado, ella abrió los ojos. Eran verdes como el agua del mar.

-¿Qué haces?– me preguntó con delicada voz semidormida.

-Me sentía inspirada y me he puesto a dibujar- contesté acercándome hacía sus carnosos labios de fresa, para besarlos con todo el fuego de mi ser.

Ella lo recibió con pasión, se incorporó en la cama, acariciando con amor mi cara y atravesándome el alma con sus penetrantes ojos.

-Sabes que lo nuestro es imposible, no podemos seguir así-

-No pienso dejarte en manos de ese salvaje, con el que tu familia te ha prometido- contesté con rabia y dolor.

-No puedo hacer otra cosa- gimió ella, bajando los ojos, mientras una lágrima se deslizaba por su mejilla- Tienes que marcharte, si nos encuentran juntas, te matarán y todo habrá sido por mi culpa-

-No me iré sin ti- afirme, mientras mi voz se quebraba por la tristeza y la desesperación.

Entonces ella se levantó de la cama y cubrió su desnudez con la sábana, despertando así al gato, que se levantó y se acercó para acariciar mis piernas con su lustrosa piel.

-Vete- me dijo ella, con los ojos inundados en lágrimas –Vete, y no vuelvas, será lo mejor para las dos.

La convicción de su voz me partió el corazón, sentí una hoja de acero en las entrañas. Pues esas palabras eran irrefutables, ese era el trato, cuando ella dijese “vete” yo no podría cuestionarla. Esa era la única condición que me puso para nuestro amor, yo la acepté, porque era la única manera de estar con ella, confiaba en que conseguiría llevarla conmigo y sacarla del infierno en que estaba atrapada, pero el amor no fue suficiente.

Después de eso, bajé los ojos y me fui. Tras de mi solo oí un maullido.


Epilogo

Unos meses después la noticia llegó de manos de la prensa, sin sorpresa, pero con dolor leí los terribles titulares.

Un hombre mata a su pareja y entierra el cadáver en el jardín de la casa

Un individuo de 36 años fue detenido en la noche del sábado por la policía, acusado de haber matado a su novia, de 24 años, y de haberla enterrado luego junto a la casa. Según informaron ayer fuentes próximas a la investigación, un vecino de la mujer alertó al las fuerzas del orden tras haber escuchado fuertes gritos en la vivienda, una pequeña finca situada a las afueras de la localidad, y después de haber visto al arrestado limpiando unos restos de sangre. Varios agentes acudieron a la finca y encontraron al compañero sentimental de la chica, de nombre Jesús, fumando un cigarrillo. El hombre confesó que había enterrado a la mujer en un espacio de tierra muy poco profundo contiguo a un cobertizo.

Otro vecino explicó que Jesús y su víctima eran novios desde hace unos ocho meses y, que los había visto discutir en la calle y en la casa de la chica muchas veces, todos los vecinos sabían que la maltrataba, a pesar de esto no existe ninguna denuncia oficial por parte de la mujer…

* Ilustración de Rosario Llano

jueves, 20 de marzo de 2008

Una muerte inevitable: Isabel Carrión


La lluvia caía suavemente sobre el asfalto, solo removida por una suave brisa, que hacía levantarse algunas hojas caídas en el suelo.

El humo del tabaco se disolvía en el ambiente, como un suave baile de volutas que acariciaban su rostro delicadamente, difuminándolo como en un sueño, sólo sus ojos verdes clavados en el infinito, destacaban en el garito gris, de esa ciudad gris, bajo ese cielo gris, que parecía ralentizarlo todo.

Las horas transcurrieron en un fugaz parpadeo, contemplando a la mujer. Esta, permanecía sentada frente a la barra ante una copa que jamás terminaba, sólo la acariciaba con sus delicadas manos de porcelana, mientras parecía murmurar algo a través de sus labios color carmín. Parecía no querer abandonar aquel lugar, aquel antro hediondo de mala muerte, donde la presencia de un ángel no era comprensible. Yo sabía porque se escondía allí.

Era última hora de la madrugada, cuando el grasiento y rudo camarero comenzó a echar a los pocos borrachos que todavía se encontraban durmiendo sobre las mesas o el suelo del local. La última en ser expulsada fue la mujer.

- ¡Sal de aquí, zorra¡- le gritó el desalmado.- ¡Aquí ya no encontrarás ningún cliente!

Ella se giró, mirándolo con sus ojos verdes inundados en lágrimas de súplica, abrió la boca para hablar; pero las palabras expiraron en sus labios, desesperadas por saber que no serían escuchadas. Terminó su copa de un trago, bajó la mirada y se fue.

Caminó por la calle iluminada por unas pocas farolas parpadeantes. El viento acariciaba su corta melena azabache y sus tacones resonaban sobre el empedrado. Mientras, miraba asustada a su alrededor, sin saber donde ir, sin saber donde refugiarse del peligro que la acechaba y del que llevaba meses huyendo. Creyó ver una sombra, no sabía si sería producto de su imaginación, pero no la importó, comenzó a correr.

Pero no tenía escapatoria, por fin la había encontrado, a pesar de lo bien que se ocultó durante todos esos meses. Tendría que haber sido consciente desde el principio de que su muerte era inevitable. Soy un asesino profesional, nunca fallo pero dado que su belleza y su valor me han parecido dignos de ser recordados, he decidido que le proporcionaré una muerte casi tan dulce como su belleza.

- No debiste beber de ese vaso envenenado, preciosa-.

FIN


*Ilustración de Ricardo Fumanal


Concurso de relatos en aullidos.com


Os recomiendo que paséis por la sección de relatos aullidos.com, para que podáis disfrutar de los terroríficos relatos presentados a este concurso, que los votéis y que los comentéis en la sección de "taller de terror" del foro. Disfrutareis mucho con la lectura y los participantes agradeceremos cualquier crítica constructiva que nos ayude a mejorar.

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lunes, 10 de marzo de 2008

El son de sus alas: Isabel Carrión



Suave y dulce vacío
se apaga la luz
llego al final del río
el cielo es azul.

Suave brisa nocturna
el silencio es absoluto
más allá de la penumbra
y tras las ropas de luto.

El viento me acaricia
la paz me envuelve
cual dulce delicia
en su tul de muerte.

Nada huelo, nada veo,
nada oigo, solo siento
su presencia ausente
y el son de sus alas,
que percibo en mi mente
cual comitiva de hadas
oscuras de muerte.

lunes, 3 de marzo de 2008

Dagón: H.P. Lovecraft


Escribo esto bajo una fuerte tensión mental, ya que cuando llegue la noche habré dejado de existir. Sin dinero, y agotada mi provisión de droga, que es lo único que me hace tolerable la vida, no puedo seguir soportando más esta tortura; me arrojaré desde esta ventana de la buhardilla a la sórdida calle de abajo. Pese a mi esclavitud a la morfina, no me considero un débil ni un degenerado. Cuando hayan leído estas páginas atropelladamente garabateadas, quizá se hagan idea -aunque no del todo- de por qué tengo que buscar el olvido o la muerte.

Fue en una de las zonas más abiertas y menos frecuentadas del anchuroso Pacífico donde el paquebote en el que iba yo de sobrecargo cayó apresado por un corsario alemán. La gran guerra estaba entonces en sus comienzos, y las fuerzas oceánicas de los hunos aún no se habían hundido en su degradación posterior; así que nuestro buque fue capturado legalmente, y nuestra tripulación tratada con toda la deferencia y consideración debidas a unos prisioneros navales. En efecto, tan liberal era la disciplina de nuestros opresores, que cinco días más tarde conseguí escaparme en un pequeño bote, con agua y provisiones para bastante tiempo.

Cuando al fin me encontré libre y a la deriva, tenía muy poca idea de cuál era mi situación. Navegante poco experto, sólo sabía calcular de manera muy vaga, por el sol y las estrellas, que estaba algo al sur del ecuador. No sabía en absoluto en qué longitud, y no se divisaba isla ni costa algunas. El tiempo se mantenía bueno, y durante incontables días navegué sin rumbo bajo un sol abrasador, con la esperanza de que pasara algún barco, o de que me arrojaran las olas a alguna región habitable. Pero no aparecían ni barcos ni tierra, y empecé a desesperar en mi soledad, en medio de aquella ondulante e ininterrumpida inmensidad azul.

El cambio ocurrió mientras dormía. Nunca llegaré a conocer los pormenores; porque mi sueño, aunque poblado de pesadillas, fue ininterrumpido. Cuando desperté finalmente, descubrí que me encontraba medio succionado en una especie de lodazal viscoso y negruzco que se extendía a mi alrededor, con monótonas ondulaciones hasta donde alcanzaba la vista, en el cual se había adentrado mi bote cierto trecho.

Aunque cabe suponer que mi primera reacción fuera de perplejidad ante una transformación del paisaje tan prodigiosa e inesperada, en realidad sentí más horror que asombro; pues había en la atmósfera y en la superficie putrefacta una calidad siniestra que me heló el corazón. La zona estaba corrompida de peces descompuestos y otros animales menos identificables que se veían emerger en el cieno de la interminable llanura. Quizá no deba esperar transmitir con meras palabras la indecible repugnancia que puede reinar en el absoluto silencio y la estéril inmensidad. Nada alcanzaba a oírse; nada había a la vista, salvo una vasta extensión de légamo negruzco; si bien la absoluta quietud y la uniformidad del paisaje me producían un terror nauseabundo.

El sol ardía en un cielo que me parecía casi negro por la cruel ausencia de nubes; era como si reflejase la ciénaga tenebrosa que tenía bajo mis pies. Al meterme en el bote encallado, me di cuenta de que sólo una posibilidad podía explicar mi situación. Merced a una conmoción volcánica el fondo oceánico había emergido a la superficie, sacando a la luz regiones que durante millones de años habían estado ocultas bajo insondables profundidades de agua. Tan grande era la extensión de esta nueva tierra emergida debajo de mí, que no lograba percibir el más leve rumor de oleaje, por mucho que aguzaba el oído. Tampoco había aves marinas que se alimentaran de aquellos peces muertos.

Durante varias horas estuve pensando y meditando sentado en el bote, que se apoyaba sobre un costado y proporcionaba un poco de sombra al desplazarse el sol en el cielo. A medida que el día avanzaba, el suelo iba perdiendo pegajosidad, por lo que en poco tiempo estaría bastante seco para poderlo recorrer fácilmente. Dormí poco esa noche, y al día siguiente me preparé una provisión de agua y comida, a fin de emprender la marcha en busca del desaparecido mar, y de un posible rescate.

A la mañana del tercer día comprobé que el suelo estaba bastante seco para andar por él con comodidad. El hedor a pescado era insoportable; pero me tenían preocupado cosas más graves para que me molestase este desagradable inconveniente, y me puse en marcha hacia una meta desconocida. Durante todo el día caminé constantemente en dirección oeste guiado por una lejana colina que descollaba por encima de las demás elevaciones del ondulado desierto. Acampé esa noche, y al día siguiente proseguí la marcha hacia la colina, aunque parecía escasamente más cerca que la primera vez que la descubrí. Al atardecer del cuarto día llegué al pie de dicha elevación, que resultó ser mucho más alta de lo que me había parecido de lejos; tenía un valle delante que hacía más pronunciado el relieve respecto del resto de la superficie. Demasiado cansado para emprender el ascenso, dormí a la sombra de la colina.

No sé por qué, mis sueños fueron extravagantes esa noche; pero antes que la luna menguante, fantásticamente gibosa, hubiese subido muy alto por el este de la llanura, me desperté cubierto de un sudor frío, decidido a no dormir más. Las visiones que había tenido eran excesivas para soportarlas otra vez. A la luz de la luna comprendí lo imprudente que había sido al viajar de día. Sin el sol abrasador, la marcha me habría resultado menos fatigosa; de hecho, me sentí de nuevo lo bastante fuerte como para acometer el ascenso que por la tarde no había sido capaz de emprender. Recogí mis cosas e inicié la subida a la cresta de la elevación.

Ya he dicho que la ininterrumpida monotonía de la ondulada llanura era fuente de un vago horror para mí; pero creo que mi horror aumentó cuando llegué a lo alto del monte y vi, al otro lado, una inmensa sima o cañón, cuya oscura concavidad aún no iluminaba la luna. Me pareció que me encontraba en el borde del mundo, escrutando desde el mismo canto hacia un caos insondable de noche eterna. En mi terror se mezclaban extraños recuerdos del Paraíso perdido, y la espantosa ascensión de Satanás a través de remotas regiones de tinieblas.

Al elevarse más la luna en el cielo, empecé a observar que las laderas del valle no eran tan completamente perpendiculares como había imaginado. La roca formaba cornisas y salientes que proporcionaban apoyos relativamente cómodos para el descenso; y a partir de unos centenares de pies, el declive se hacía más gradual. Movido por un impulso que no me es posible analizar con precisión, bajé trabajosamente por las rocas, hasta el declive más suave, sin dejar de mirar hacia las profundidades estigias donde aún no había penetrado la luz.

De repente, me llamó la atención un objeto singular que había en la ladera opuesta, el cual se erguía enhiesto como a un centenar de yardas de donde estaba yo; objeto que brilló con un resplandor blanquecino al recibir de pronto los primeros rayos de la luna ascendente. No tardé en comprobar que era tan sólo una piedra gigantesca; pero tuve la clara impresión de que su posición y su contorno no eran enteramente obra de la Naturaleza. Un examen más detenido me llenó de sensaciones imposibles de expresar; pues pese a su enorme magnitud, y su situación en un abismo abierto en el fondo del mar cuando el mundo era joven, me di cuenta, sin posibilidad de duda, de que el extraño objeto era un monolito perfectamente tallado, cuya imponente masa había conocido el arte y quizá el culto de criaturas vivas y pensantes.

Confuso y asustado, aunque no sin cierta emoción de científico o de arqueólogo, examiné mis alrededores con atención. La luna, ahora casi en su cenit, asomaba espectral y vívida por encima de los gigantescos peldaños que rodeaban el abismo, y reveló un ancho curso de agua que discurría por el fondo formando meandros, perdiéndose en ambas direcciones, y casi lamiéndome los pies donde me había detenido. Al otro lado del abismo, las pequeñas olas bañaban la base del ciclópeo monolito, en cuya superficie podía distinguir ahora inscripciones y toscos relieves. La escritura pertenecía a un sistema de jeroglíficos desconocido para mí, distinto de cuantos yo había visto en los libros, y consistente en su mayor parte en símbolos acuáticos esquematizados tales como peces, anguilas, pulpos, crustáceos, moluscos, ballenas y demás. Algunos de los caracteres representaban evidentemente seres marinos desconocidos para el mundo moderno, pero cuyos cuerpos en descomposición había visto yo en la llanura surgida del océano.

Sin embargo, fueron los relieves los que más me fascinaron. Claramente visibles al otro lado del curso de agua, a causa de sus enormes proporciones, había una serie de bajorrelieves cuyos temas habrían despertado la envidia de un Doré. Creo que estos seres pretendían representar hombres... al menos, cierta clase de hombres; aunque aparecían retozando como peces en las aguas de alguna gruta marina, o rindiendo homenaje a algún monumento monolítico, bajo el agua también. No me atrevo a descubrir con detalle sus rostros y sus cuerpos, ya que el mero recuerdo me produce vahídos. Más grotescos de lo que podría concebir la imaginación de un Poe o de un Bulwer, eran detestablemente humanos en general, a pesar de sus manos y pies palmeados, sus labios espantosamente anchos y fláccidos, sus ojos abultados y vidriosos, y demás rasgos de recuerdo menos agradable. Curiosamente, parecían cincelados sin la debida proporción con los escenarios que servían de fondo, ya que uno de los seres estaba en actitud de matar una ballena de tamaño ligeramente mayor que él. Observé, como digo, sus formas grotescas y sus extrañas dimensiones; pero un momento después decidí que se trataba de dioses imaginarios de alguna tribu pescadora o marinera; de una tribu cuyos últimos descendientes debieron de perecer antes que naciera el primer antepasado del hombre de Piltdown o de Neanderthal. Aterrado ante esta visión inesperada y fugaz de un pasado que rebasaba la concepción del más atrevido antropólogo, me quedé pensativo, mientras la luna bañaba con misterioso resplandor el silencioso canal que tenía ante mí.

Entonces, de repente, lo vi. Tras una leve agitación que delataba su ascensión a la superficie, la entidad surgió a la vista sobre las aguas oscuras. Inmenso, repugnante, aquella especie de Polifemo saltó hacia el monolito como un monstruo formidable y pesadillesco, y lo rodeó con sus brazos enormes y escamosos, al tiempo que inclinaba la cabeza y profería ciertos gritos acompasados. Creo que enloquecí entonces.

No recuerdo muy bien los detalles de mi frenética subida por la ladera y el acantilado, ni de mi delirante regreso al bote varado... Creo que canté mucho, y que reí insensatamente cuando no podía cantar. Tengo el vago recuerdo de una tormenta, poco después de llegar al bote; en todo caso, sé que oí el estampido de los truenos y demás ruidos que la Naturaleza profiere en sus momentos de mayor irritación.

Cuando salí de las sombras, estaba en un hospital de San Francisco; me había llevado allí el capitán del barco norteamericano que había recogido mi bote en medio del océano. Hablé de muchas cosas en mis delirios, pero averigüé que nadie había hecho caso de las palabras. Los que me habían rescatado no sabían nada sobre la aparición de una zona de fondo oceánico en medio del Pacífico, y no juzgué necesario insistir en algo que sabía que no iban a creer. Un día fui a ver a un famoso etnólogo, y lo divertí haciéndole extrañas preguntas sobre la antigua leyenda filistea en torno a Dagón, el Dios-Pez; pero en seguida me di cuenta de que era un hombre irremediablemente convencional, y dejé de preguntar.

Es de noche, especialmente cuando la luna se vuelve gibosa y menguante, cuando veo a ese ser. He intentado olvidarlo con la morfina, pero la droga sólo me proporciona una cesación transitoria, y me ha atrapado en sus garras, convirtiéndome irremisiblemente en su esclavo. Así que voy a poner fin a todo esto, ahora que he contado lo ocurrido para información o diversión desdeñosa de mis semejantes. Muchas veces me pregunto si no será una fantasmagoría, un producto de la fiebre que sufrí en el bote a causa de la insolación, cuando escapé del barco de guerra alemán. Me lo pregunto muchas veces; pero siempre se me aparece, en respuesta, una visión monstruosamente vívida. No puedo pensar en las profundidades del mar sin estremecerme ante las espantosas entidades que quizá en este instante se arrastran y se agitan en su lecho fangoso, adorando a sus antiguos ídolos de piedra y esculpiendo sus propias imágenes detestables en obeliscos submarinos de mojado granito. Pienso en el día que emerjan de las olas, y se lleven entre sus garras de vapor humeantes a los endebles restos de una humanidad exhausta por la guerra... en el día en que se hunda la tierra, y emerja el fondo del océano en medio del universal pandemonio.

Se acerca el fin. Oigo ruido en la puerta, como si forcejeara en ella un cuerpo inmenso y resbaladizo. No me encontrará. ¡Dios mío, esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana!